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PASEO A LA ABADÍA BENEDICTINA DE GÜIGÜE. CRÓNICA DEL PELIGRO

26 de enero de 2015

La Abadía Benedictina de Güigüe, obra del arquitecto Jesús Tenreiro queda en una colina que se asoma al Lago de Valencia. La obra fue inaugurada a comienzos de los 90. Desde Caracas, se llega allí en aproximadamente un par de horas. Un bello paseo, ideal para un sábado cualquiera, como este último de enero.

He estado allí en diversas oportunidades. La primera vez debe haber sido en 1990, con mi esposa arquitecto y mi pequeño hijo de dos años para ese entonces. Pudimos recorrer casi toda la obra, y tener así mismo la impresión de que esa iba a ser un notable hito en la arquitectura venezolana.
He vuelto allí varias veces, siempre en compañía de colegas arquitectos, profesores y estudiantes. La bella arquitectura y el magnífico entorno hacen que cada visita sea siempre deseada, con la certeza de que allí encontraremos alguna valiosa nueva lección. 

En la Abadía de Güigüe se conjugan por lo menos tres valores entrañables.

En primer lugar, esta es la casa de monjes benedictinos, de la primera orden monástica fundada por San Benito; con su hermoso lema ora et labora (reza y trabaja). Los monjes viven en clausura, pero también brindan hospedaje. Se dedican a la oración, pero también al cultivo y a la confección de alimentos. Cuando su antigua sede caraqueña quedó rodeada de ciudad, decidieron buscar otro lugar que los mantuviera alejados, en un sitio tranquilo. Lo consiguieron en Güigüe, al sur del lago de Valencia, entre Maracay y Valencia.

                La amistad entre el Abad Otto y el arquitecto Jesús Tenreiro da origen al segundo valor; un extraordinario proyecto lleno de coraje, de arrojo. En el centro nos encontramos con un patio de escala intermedia, con esos capiteles bajos que tantas especulaciones han generado. Alrededor del patio y del corredor perimetral, se ubican algunas otras dependencias: salas de estar, cocina y comedor y otras. Esta es la zona de lo interior y de lo privado. De este cuerpo central, parten cuatro extensos brazos, formando una cruz esvástica. Estos volúmenes volcados al paisaje contienen las dos zonas de habitación; una para los monjes (vetada a los visitantes) y otra para los huéspedes. Estas dos alas son el anverso al sentido del patio: se proyectan audazmente hacia el paisaje. Otro cuerpo contiene los servicios. Por último, hablemos del cuerpo más emblemático del conjunto: aquel en donde se encuentra la capilla con su torre-campanario. En el interior del recinto el techo se separa de las paredes, y en la unión entre estos planos aparece una franja de luz natural. Es este uno de los notables logros de la arquitectura de Güigüe. El efecto se vuelve a repetir en los muros perimetrales: a media altura el muro sólido se abre para dar paso a una extensa franja horizontal de luz natural.

                El tercer valor es el del paisaje, y el de la interacción entre lo edificado y las diversas faldas de la colina. Aquí se pueden ver los esbeltos muros de concreto que separan al edificio del terreno y los diversos taludes  y terrazas que organizan el espacio exterior.

                No me extiendo más en las bondades de este lugar, que apenas he esbozado, porque el objeto de esta crónica es otro.   

                El sábado 24 de enero de 2015, organicé un nuevo paseo a la abadía, esta vez con Mitchele Vidal, también ella arquitecta. Deseaba mucho compartir con ella las bondades ya relatadas. Además, para mí este paseo iba a ser la ocasión de tomar fotos con mi cámara digital réflex con el recién adquirido gran angular, sólo comprado por las regalías del dólar de internet.

El sitio estaba más sólo que en otras ocasiones, y ninguna de las dos puertas de entrada estaba abierta (una abre directamente a la capilla y la otra al cuerpo central del edificio). Sin embargo, suponía que como en otras ocasiones, luego del reconocimiento de algún hermano o de alguna persona del lugar, podríamos hacer contacto y conocer algunas de las zonas del edificio.

Finalmente, luego de algunos trámites y de pasear por el exterior, a las 12:00 entramos a la capilla en donde se encontraban los hermanos rezando en coro, con el agregado de unas 6 o 7 personas, incluyéndonos a Mitchele y a mí.  Luego del rezo, conversamos con el Abad Jesús, y le solicitamos conocer el resto del edificio. Debido a la hora (retiro a sus habitaciones), se nos dijo que no era posible. Pedimos el baño y, educadamente, el Abad nos dejó traspasar el umbral hasta asomarnos al inicio del corredor de la hospedería. Cuando salimos, cerraron la puerta de entrada, y solo quedaba dar otro pequeño recorrido por los alrededores y exprimir el ojo para conseguir otras fotos desde esta zona de la entrada al conjunto.

En una zona elevada permanecía un grupo familiar, en tono de picnic y de estadía al aire libre en la grama. Aproximadamente a la 1:00 pm, decidimos retirarnos. Mitchele tomaba fotos con su celular, y yo cargaba al hombro un bolso con los lentes y la cámara al cuello presta a ser tomada en mis manos para las últimas fotos.

Llegaba el momento de la última foto, ya próximos al estacionamiento, cuando el paseo se trastocó.
A partir de este momento, tiempo y espacio, y en general cualquier sensación y emoción se alteran. Mi memoria lo que recompone son sólo imágenes. Un hombre trotaba hacia nosotros, encapuchado. Una de sus brazos iba erguido, llevando un machete. Brazo y machete aparecían en posición casi perfectamente vertical. ¿Un campesino?, ¿Un loquito?, ¿Pasaría de largo?

Vana ilusión: se acercó a Mitchele, le pidió teléfono y cartera y luego se volteó hacia mí: dame el bolso, la cámara, la cartera, el teléfono y ¡Lo otro! Estos eran los lentes para ver de cerca. Los perdonó. Al hombre de capucha y machete ya le era suficiente.  

Aquí, ya no hubo paseo. Y si tuvimos llanto, impotencia y rabia.

He escrito esta crónica como parte de una necesidad personal. Pienso que además este texto implica una reflexión y una advertencia. De la paz atemporal de la abadía pasamos a la miseria en que vivimos en este otrora país.

La abadía de Güigüe y tantos otros sitios de nuestro país están allí para brindarnos cobijo espiritual. En este caso entramos en contacto con una institución humana milenaria: la de los benedictinos. Como ya escribí, tanto la arquitectura como el paisaje le hacen honor. Igualmente los monjes, tan disciplinados y respetuosos de su edificio. A amigos y alumnos les he hablado permanentemente de este lugar. Les he dicho que vayan para allá. 

Hoy mis palabras son otras. En las cercanías de la abadía pueden tener un encuentro con la violencia más cruda y despiadada que se ha enquistado en nuestro país. Mitchele y yo salimos ilesos en lo físico, vapuleados en nuestro ser como personas de bien. El asalto nos despojó, por último, de bienes materiales, costosos algunos. Muy nuestros; con nuestras huellas, datos y configuraciones que sólo a nosotros interesan. Les advierto amigos: un paseo a esa gran obra de arquitectura que es la abadía benedictina de Güigüe puede ser un encuentro con el peligro.


Esto es lo que hoy les digo.





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