Conocer requiere formular conceptos nítidos, organizados en disciplinas, categorías y subcategorías. Clasificamos y dividimos. Hablamos de ciencias y humanidades, de arte y de técnica, de mente y de cuerpo.
El conocimiento describe la realidad pero también se apodera de ella.
Fundamentalmente esta ha sido la
tradición de la ciencia occidental.
Creamos una persistente alienación de nosotros mismos, de los otros y del mundo, al fracturar nuestra experiencia presente en diferentes partes separadas por fronteras. Efectuamos una división artificial en compartimientos de lo que percibimos... y así recurrimos a un divorcio causante de que nuestras experiencias interfieran con otras y exista un enfrentamiento entre distintos aspectos de la vida. El resultado de semejante violencia… no es más que la infelicidad. La vida es una sucesión de batallas, un sufrimiento constante. (Wilber, 1995).
El método
que describe Wilber es el de la ciencia y ese método le ha sido útil. La
abstracción le ha convenido y ha significado un aporte a la humanidad.
Hay un
pero. No toca en sentido estricto a la ciencia, sino a las valoraciones. Y ese
es el tema que aquí nos ocupa.
La
psicología, materia de Wilber, está repleta de conceptos-frontera en nuestro ser: separaciones y combates que
derivan en jaquecas, dolores de espalda y males mayores. Ignoramos nuestros
sueños. Lo mismo hacemos con nuestros deseos y pasiones. Los sensatos y
razonables son aquellos que desconocen lo que sienten y actúan con la pura
frialdad del razonamiento. No importa que necesiten protectores del estómago o
reguladores de la tensión.
Escindimos
nuestra unidad. Hablamos de mente y cuerpo. Y a este lo tratamos como apéndice.
Wilber nos habla del centauro, el hombre-cabeza
que gobierna al caballo-cuerpo.
En muchos
otros campos también se producen barreras.
En la
antigua Grecia se desdeñaba el trabajo manual. Los que trabajaban con el cuerpo
eran artesanos y esclavos. Luego, durante el
Renacimiento, cuando Leonardo escribe su tratado acerca de la pintura, se
propone colocar a esta actividad por encima de la escultura. Lo hace afirmando
que la pintura es una actividad mental distinta a aquella más pueril y corporal
de la escultura, que obliga a trabajar con cinceles y martillos.
Fracturamos
la realidad. Y lo hacemos con nosotros mismos y con nuestros oficios. Separamos
y jerarquizamos. Otorgamos privilegios, pero también excluimos. Los cartógrafos
no son inocentes.
Las artes
y la arquitectura tienen sus cartografías, hechas por científicos. Clasifican y
separan. Y nos explican que existen artes mayores y menores, útiles y puras,
visuales o auditivas.
La
arquitectura ha estado en el tope y en el fondo de la clasificación. A veces ha
sido arte mayor por poseer la obligación funcional, por ser el arte
indispensable; aquel que nos da cobijo a nosotros y a otras artes: la pintura y
la escultura. Pero esa misma característica la ha arrojado al lugar de las
artes menores para aquellos que consideran que toda funcionalidad atenta contra
la pureza de un arte incontaminado de cualquier servidumbre.
Pureza o
imperfección que se juzgan desde una tribuna teórica.
Sigamos
con otros casos.
En el
siglo XX se comenzó a realizar una forma de pintura que se denominó abstracta.
Desde allí, los pintores que realizaban retratos eran vistos como retrógrados.
Curiosamente, Wassily Kandinsky, uno de los exponentes de la abstracción,
rechazaba que a su pintura se le colocase tal adjetivo.
Para algunos
la arquitectura moderna se asocia al empleo de las líneas rectas. Todo aquel
que emplee la curva es visto como anticuado o como un expresionista traidor.
En estos
dos últimos casos se producen juicios desde la teoría, sin atender a las obras
concretas. La abstracción manda sobre la realidad. El mapa sobre el paisaje.
Así,
estilos y teorías se conforman como clases científicamente definidas.
Establecemos reglas y límites precisos. Salir de ellos constituye error o
transgresión. Las obras deben responder a supuestos ideales. No es bien vista ni la heterogeneidad ni la falta de pertenencia
a líneas establecidas.
Curiosamente,
sin esas experiencias singulares no hay nada que ver, aprender o criticar. Lesionamos o
ignoramos lo más importante –las obras–. Los cartógrafos ni cuenta se dan de
tal pérdida. Están fascinados con sus especulaciones.
Afortunadamente,
también podemos acercamos a las obras sin los prejuicios de las barreras
teóricas. Podemos apreciar cómo algunas de ellas se apropian de fuentes
diversas, no unidas por una teoría o modelo coherente. Frecuentemente alcanzan
altos valores, más allá de las escuelas y tendencias.
Este es el caso del compositor Heitor
Villa-Lobos (1887-1959). Se
nutrió de la música del interior del Brasil, de la africana y de los
compositores europeos del Siglo XX –Ígor Stravinski, Erik Satie y Darius
Milhaud–. Toda una
experiencia vital cargada de cruces creativos.
Fruto
de estas experiencias son las Bachianas
Brasileiras. Ya su título anuncia la fusión de referencias
musicales dispares: Juan Sebastián Bach y la música popular de su país: Brasil.
El compositor mira hacia dos universos distantes. Lejos de cualquier eclecticismo,
produce una obra sintética –rara e inédita– pero muy sugerente.
Villa-Lobos
no es una excepción. El compositor ruso Igor Stravinsky sacudió al público con
su obra vanguardista La Sacre du
Printemps en 1913 pero también compuso obras inspiradas en el músico
barroco Giovanni Battista Pergolesi.
Muchos otros músicos del Siglo XX se pueden incluir en la lista de estos
impuros: otros académicos como Bela Bartok, de jazz como Miles Davis y también
del pop. Recordemos al impulsor de la llamada world music: Peter Gabriel.
Lo mismo
que hacemos con las disciplinas científicas y con los estilos artísticos lo
llevamos también a nuestras propias facultades. Pareciera que a cada disciplina
le tocase una parte de nuestros atributos intelectuales. Así, creemos que el
científico razona y que el artista es un loco que sólo se nutre de emotividad.
No nos
percatamos de que nuestra conciencia no es sólo razón y discurso. Existen otros
atributos: la creación, la acción como prueba y error, la intuición y la memoria.
Atributos perfectamente humanos que no se prestan al lenguaje científico. Para
muchas actividades tienen una marcada utilidad, aunque muchas veces pretendemos
ignorarlas. Persistentemente clasificamos y marcamos límites dejando a estos
atributos distintos a la razón fuera del juego. El resultado final es que nos
partimos en dos, y pretendemos construir nuestra vida con una sola mitad.
Trabajo en
un medio –la universidad– que es tierra de cartógrafos. Aquí intentan imponer
sus fatigantes y pretenciosos saberes.
La
fractura esencial es la que establece que la ciencia y el razonamiento son los
atributos por excelencia de nuestra formación. Y este esquema pretende
arraigarse también en aquellos dominios en donde la práctica tiene un valor
importante, como es el caso de la arquitectura.
Este
dominio cientificista corresponde al rumbo de occidente desde finales del siglo
XVIII. Ernesto Sabato se ha referido bastante al tema y lo ha hecho
descubriéndole la cara; la del positivismo, aquella corriente filosófica que ya
degradada desdeña de la reflexión teórica y pretende conducir toda la realidad
y números y a hechos.
Según
Sabato hay un Leonardo diurno y razonable. Pero hay otro nocturno que intenta descifrar misterios vedados; los
de la vida y los de la muerte. Este drama no es solo personal; revela la crisis
de una civilización.
Un teórico
de la arquitectura del siglo XVIII como Laugier se presenta a los arquitectos
como filósofo. Como aquel al cual pueden acudir para disipar sus dudas. Aquí se
expresa la tentativa de convertir a la arquitectura en una ciencia exacta. Tal
nefasto e insensato plan no ha cesado desde entonces.
Afortunadamente,
tanto la arquitectura como otras expresiones artísticas muestran
permanentemente que los grandes logros son los de las obras, que siempre están
por encima de las grandes teorías que aparecen con toda la pompa para luego ser
olvidadas.
Cuando me
referí a la tristeza del ornitorrinco no quise exponer una imagen divertida.
Fue, sobre todo, un llamado de atención
Quiero
alejarme de esa tiranía de lo teórico, de ese permanente juzgar desde la razón,
sin siquiera ver y oír, que tanto abunda en la universidad.
Concluyendo, propongo el ejercicio de percibir lo que nos rodea desde nuestra
sensibilidad, atendiendo no sólo a la razón sino también a la moral y a lo
artístico. Son también atributos valiosos de nuestra tradición cultural y de
nuestras capacidades vitales. No los desperdiciemos.
Finalmente,
para completar este texto propongo
escuchar dos obras musicales
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