Esperaba.
Esperaba con ansia alguna seña,
un contacto.
En un momento, mientras ya se
acercaba al carro con el billete para la propina, sonó el tono de advertencia
de mensaje de voz.
Se entusiasmó.
Se dijo que lo leería en el
carro, pensando que a esa hora había bastante gente y no tenía porque andar con
premuras y precauciones.
Se le extravío el dispositivo,
pensaba que lo tenía en el bolsillo. Cuando miró al asiento de al lado, aquel
que últimamente permanecía siempre desocupado, lo vio.
Abrió el menú de mensajes. No era
de ella. Era del banco, de la compra reciente.
Junto al desencanto sintió
también una brisa fresca que entraba por el vidrio abierto.
Y recordó Margarita en enero y
aquellas magnificas playas y cerros. Esa luz prístina.
Se entretuvo en jornadas de sexo
en carnaval.
Luego su memoria avanzó a marzo, cuando
titubeaba en su nuevo destino laboral.
Y llegó el día de abril en que descubrió a
su hijo comportarse cual maestro.
A los días, asistió a la
espeluznante visión y olor de la muerte de aquella que también sintió la
lección magistral.
Luego su memoria recordó días de
afanoso calor, mientras su carro limitaba las posibilidades de circulación de
aire, tras fallas atribuibles a su propia torpeza.
Me explico. La perilla no se
rompió. Él la rompió.
Llego junio y ella se fue. Hizo
promesas y en buena medida las cumplió. Con fatigas a su ser y malentendidos
por parte de ella. Regresó.
Y llegó la mitad del año y otro
aniversario. Simple y solitario, como de costumbre.
También meditó acerca de sus
logros y sobre todo se entretuvo en esa ligereza recién adquirida.
Las vacaciones pasaron volando,
aunque no hubo tales. Aprovechó para cerrar un
engorroso y cansino plan de reformas que otros no querían emprender.
En septiembre no llovió como
otros años. Ya al final, en ocasión de otro aniversario, la batalla final. El
juego se trancó. Esta vez para siempre.
Así, se volcó a trabajar y a inventar
ocasiones.
Las fue encontrando y en ese
trajinar encontró la amistad, esa extraña perla.
Se dio chance de hurgar, de alcanzar
algunos rincones que le eran preciados.
Fueron tiempos de afanes. Se
sumaban uno tras otro.
Dieron una mirada al tablero,
pero ya no había nada que hacer.
Y llegó noviembre, con acto y título. Se
acercaron días aciagos. El mal humor fue compañero fiel.
Siguió inventando. Buscó salidas.
Y leyó y escuchó maravillas.
Ya terminando el año, se le caía
un ídolo. Uno más. Pero también se le acrecentaba un
escritor de aquí. Era un empate técnico ¡Y literario!
Se dedicó a esperar y llegó otro
mensaje. Y hubo otra muerte. Dolorosa muerte.
Oyó ruidos y se distrajo de
nuevo.
Abrió el menú de mensajes. No era
de ella. Era del banco, de la compra reciente.
Ese fue el instante de la
desilusión. Y en ese instante tuvo el tiempo suficiente para hacer un repaso de un año que no fue del todo malo.
Era cuestión de atesorar, de no
olvidar, de agradecer mendrugos y panes
cada uno en su ocasión.
No era ella. Era el banco.
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