El ya inevitable mundo moderno existe a partir de la
ciencia y lo científico como ambiciones, como realidades y como maneras de
pensar. Como afirma Juan David Garcia Bacca:
A todo
campo de conocimiento le ha entrado la obsesión de ponerse en regla con la
ciencia. Biología, Economía, Sociología...aspiran a ser ciencia, y a ratos, se
creen serlo ya.Y ostentan...estadísticas,
formulitas, fórmulas...axiomáticas incipientes..." (5)
Es así como la ciencia y lo científico se constituyen
en un lente desde donde se mira y proyecta cualquier actividad, y por lo tanto,
la arquitectura también. El arquitecto suizo Hannes Meyer afirmaba en 1931
que:
La
arquitectura ya no es arquitectura (sic). Construir es hoy día una ciencia.
La arquitectura es la ciencia de la construcción...Construir no es una acción
compositiva inspirada en el sentimiento. (6)
Meyer escribe esto en sus años como director de la
Bauhaus. Lo suyo no fueron solo palabras. Desconfiaba del arte y de los
artistas y se dedicó a atacar a Wassily Kandinsky, hasta expulsarlo de la
escuela. Para Meyer los alumnos de la escuela no debían perder tiempo dibujando
bodegones o copiando objetos.
El propio Mies, otro maestro de la Bauhaus, también
estuvo contagiado por este este virus. En su célebre manifiesto de 1923 –Construir- escribe:
No
sabemos de ningún problema formal, sólo problemas constructivos. La forma no es
la meta, sino el resultado de nuestro trabajo. (Neumeyer, 2000: 366).
Cuando hablamos de la propuesta universal de la
modernidad ya adelantamos esta senda. Se trata de cambiar el rumbo de la
arquitectura; convirtiéndola en la ciencia de la construcción.
La crítica de Boulleé a Vitruvio, aquella de que la
arquitectura es el arte o la actividad de proyectar y no la de construir, se ha
vuelto a invertir. Que no se atienda más al proyecto y a sus divagaciones sino
a la precisa y objetiva tarea de construir.
Cabe pensar que en la actualidad tenemos un poco más de
consciencia ante aquella confusión por la cual se igualó el deseable carácter
científico del construir con el aspecto intelectual y creativo del diseñar o
"componer", como diría Meyer.
Si en el ámbito de la modernidad dura (tercera y cuarta
décadas del siglo XX) lo científico (y por lo tanto universal) se trató de
vincular al proceso constructivo; en los años '60 -en los de la metodología- lo
científico se quiso vincular a las formas de abordar el proyecto. Era la época
incipiente de los ordenadores y de todo un revuelo comandado entre otros por
Cristopher Alexander, Geoffrey Broadbent, Cristopher Jones y otros; quienes se
volcaron a desdecir de las formas tradicionales de proyectar y a intentar
promulgar una forma de trabajo cuantitativa y verificable.
Los métodos de diseño se convierten así en un sistema
que evalúa, dirige y objetiva el proceso de diseño y el trabajo del arquitecto;
dirigiendo su objetivo al método empleado, por encima y aun olvidando la arquitectura
y el proyecto como tal.
Se abrió aquí el espacio para uno de esos términos
impertinentes: el proceso.
Desde allí, se discute y se analiza la forma de trabajo
y el sustento de las decisiones. Y decimos que el término es impertinente
porque la atención al resultado y a la calidad, aspectos esenciales de la
arquitectura, se ha puesto de lado.
En deporte no nos imaginamos a un entrenador que
reivindique su proceso de trabajo por encima de los resultados que su equipo
obtiene. En la arquitectura, se ha abierto el espacio a aquellos arquitectos y
docentes que han hecho del proceso algo más relevante que el resultado.
En tiempos más recientes, ante los evidentes fracasos
del acercamiento metodológico, ha aparecido otra fórmula para las aspiraciones
de una nueva universalidad: la
investigación.
Aún recuerdo con absoluta precisión las palabras
pronunciadas por Josep Muntañola en el auditorio de la Facultad de Arquitectura
y Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela, en la ocasión de unas
jornadas dedicadas al tema de la investigación. Estas, más o menos, fueron sus
palabras: hace el que sabe. Para hacer hay que saber.
En medio de la exposición y en la espontaneidad del discurso
afirmó que Le Corbusier era un arquitecto inconsciente porque no sabía porque
hacía lo que hacía.
Con esto vemos como a veces las propuestas más
ambiciosas –las de un planteamiento universal para toda la arquitectura- parten
de una ruptura violenta a la realidad, ignorando lo que está allí a simple
vista.
Supongamos por un momento que en efecto Le Corbusier
fuese inconsciente de lo que hacía. Queda todavía un asunto nada fácil de desdeñar:
la obra de Le Corbusier sí es trascendental, universal.
Y de ella debemos aprender.
La ciencia sirve para lo que sirve. Pero no sirve para
hacer arquitectura.
Le Corbusier. Capilla de Ronchamp (1950-55) (foto Luis Polito)
Bibliografía
GARCIA BACCA, Juan David (1981). Elementos de filosofía. Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la
Universidad Central de Venezuela.
MEYER, Hannes (1972). El arquitecto en la lucha de clases y otros escritos. Barcelona,
Gili.
MUNTAÑOLA,
Josep (1998). La arquitectura
como lugar. Barcelona, Ediciones UPC.
NEUMEYER,
Fritz (2000). Mies Van Der Rohe. La palabra
sin artificio. Madrid, El Croquis Editorial.
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