Pensamientos y
divagaciones de índole semejante eran el epílogo de su meditación. En el
despertar no se trataba, al parecer, de la verdad y del conocimiento, sino de
la realidad y de la vivencia y continuidad de ésta.
Al despertar no
se adentraba uno más en la esencia de las cosas ni en la de la verdad; únicamente
comprendía, lograba o padecía la orientación del propio yo con respecto a la
situación actual de las cosas.
No se descubrían
leyes, sino decisiones, no se llegaba al centro del mundo, pero sí al centro de
la propia persona.
Por esta razón,
lo que se experimentaba entonces era tan poco comunicable, distaba tan
extrañamente de poder ser dicho y formulado; comunicaciones de esta región de
la vida no parecían contar entre los fines del lenguaje.
Cuando alguien,
excepcionalmente, era comprendido alguna vez en parte, entonces el que le
entendía era un hombre en situación análoga, padecía o se despertaba
parecidamente a él.
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