El siglo XIX, en conjunto, no es nunca tan
feliz como cuando puede “remitir” lo superior a lo inferior, lo espiritual a lo
material, lo significativo a lo insignificante. Y a eso le llama “explicar”.
Que sea, las más de las veces, al precio de las peores renuncias al sentido
crítico, no tengo que mostrarlo aquí en detalle: dije en otra parte que, en mi
opinión, esta propensión moderna es señal de un resentimiento profundo hacia la poesía y, en general, hacia toda
actividad creadora –y por tanto arriesgada- del espíritu.
En 1753, el abad Marc Antoine Laugier (1713-1769), publicó el “Essai sur l´ architetture” (Ensayo sobre la arquitectura). Una de las ideas fundamentales de este texto la constituye el pasaje “El origen de la arquitectura”. Este texto se acompaña con un grabado que, para Laugier, ilustra ese origen: unos palos hincados en el suelo cual columnas, otros dispuestos en triangulo encima, recordando un frontón clásico, y finalmente unas hojas, cubriendo el techo. Laugier plantea una arquitectura con un orden absolutamente riguroso. Desecha toda forma de ornamentación, así como todo elemento que no justifique plenamente su cometido dentro de la totalidad. Como ya se dijo, estas ideas se pueden fácilmente reconocer en la ilustración. Esta construcción de rasgos esenciales presagia el neoclasicismo, así como lo hacen los comentarios de Laugier (AA. VV., 2003: 310-311). Pero, en este momento quiero detenerme en otro aspecto de la imagen. En primer plano vemos una figura f
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