El libro de
donde proviene este texto de Octavio Paz se llama La otra voz. Poesía y fin de siglo (1990). Trata de la poesía y de
la modernidad así como de la relación entre estos y otros ámbitos culturales e
históricos. Paz –poeta y ensayista- recrea tanto la fuerza directa de la expresión
poética. Pero también le interesa la reflexión sobre esta expresión creativa.
Escribo aquí uno de los pasajes del libro:
El
lugar del latín y del griego lo ocupan hoy las ciencias. El cambio ha sido
natural y justificado. Menos natural y del todo injustificada ha sido la
preeminencia del cientismo, una
superstición moderna. Cada ciencia puede hablar con autoridad de su dominio
particular: no hay ciencia sino ciencias. Pero el cientismo traslada el
discurso de la física, la química o la biología a dominios que no son los de
las ciencias naturales: la historia y las sociedades humanas, el individuo y
sus pasiones. Por otra parte, ¿es posible el ejercicio de las ciencias sin este
acervo de sabiduría que son las humanidades? Tal vez, pero el costo es inmenso.
Ni Freud ni Einstein olvidaron nunca a los clásicos.
Más
peligrosa aún que la superstición cientista es la proliferación de las ciencias
sociales. No me refiero a su valor real, estimable a pesar de la fragilidad de
sus métodos y lo incierto de sus conclusiones, sino a la forma abusiva en que
se han servido de ellas ideólogos enmascarados de profesores e investigadores
científicos. El daño ha sido doble: político y estético. Aparte de ser ejemplos
de perfección formal y deleite espiritual, nuestros clásicos fueron, durante
dos milenios, maestros de sabiduría política. Hoy esa función la cumplen los
profesores de sociología y politología. La mayoría ignora o menosprecia la
herencia clásica. Sentados en sus dogmas, imparten sus cátedras agitando
puñados de fórmulas que explican todos los fenómenos sociales menos el de su
extraña posición en el mundo moderno. En nombre de la modernidad, han sido los
voceros –a veces los terceros- de un nuevo oscurantismo intelectual y político.
Intolerantes y ergotistas, son herederos
indignos de la Ilustración. En los últimos tiempos hemos sido testigos de
inmensos cambios en los países europeos que vivían bajo el régimen del
“socialismo burocrático”; sería inútil buscar en los escritos de estos
profesores el más ligero anuncio de
estos cambios, ni, una explicación de las causas de esta prodigiosa mudanza
histórica. Para encontrar críticos coherentes y que previeron lo que sucede en
estos días, hay que releer los textos de los heterodoxos y excomulgados. La
ceguera de los profesores proviene de su fe en las ideologías, dominio de
ilusorias certidumbres, y su desdén por la historia, sujeta al accidente y
reino de lo imprevisible. La literatura clásica está impregnada del carácter
aleatorio del suceder histórico. Maquiavelo y Montesquieu, Tocqueville y Marx
leyeron con provecho a los poetas y los historiadores de la Antigüedad: ¿Qué
leen hoy los politólogos universitarios? Hay excepciones, sí, pero son
excepciones.
La
aplicación de los métodos de las ciencias naturales al estudio de la sociedad y
sus cambios no ha tenido, hasta ahora, los resultados que se esperaban. A pesar
de este fracaso, teorizantes ofuscados y soberbios han decidido trasladar esos
métodos a la literatura. Olvidan que realidades distintas piden métodos y
criterios distintos. No son lo mismo las transformaciones de las células que
las de las sociedades humanas; tampoco bastan los cambios de las últimas para
explicar los del arte y la literatura. Primero se reduce la obra a mero
documento social; en seguida, se afirma que el texto no dice lo que dice. Mejor
dicho: el texto oculta una realidad social y política. Descubrir esa realidad
es la misión del crítico. Leer el texto es descifrarlo, desnudarlo de sus
pretendidas significaciones y revelar lo que las palabras esconden. La crítica
literaria se vuelve una operación de policía que hace pensar, más que en Sherlock
Holmes, en Torquemada y el procurador Vishinsky. La tempestad se transforma en un espectáculo de fuegos de artificio
que encubren con sus luces la infame realidad: el nacimiento del imperialismo
moderno. La relación entre Próspero y Calibán es la del amo europeo y su
esclavo colonial. El texto es un tejido de engaños; al destejerlo, el crítico
desenmascara al autor mentiroso, cómplice de las tiranías y las opresiones.
Nadie escapa a las ridículas condenas de estos jueces de toga y birrete. (Paz,
1990: 92-95).
Repasemos en
sucesión las agudas críticas que hace Paz a los orgullosos profesores: afanosos
teóricos hasta negar la realidad cambiante de la historia y de la vida,
fanáticos a todo dar del cientismo, alegres en su traslado de las ciencias
naturales a las sociales y de las últimas al arte y, por último, pretenciosos
en su afán esclarecedor pero ciegos a las lecciones de la tradición.
El profesor es
un enmascarado. Se viste de sabio, pero es sobre todo un fanático.
Octavio Paz.
1990. La otra voz. Poesía y fin de siglo.
Barcelona, Seix Barral.
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